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QUÉ PASA CON LOS BLANCOS NACIONALES?

Qué pasa con los blancos nacionales?
Tiempo de lectura:
7 minutos

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08/07/2011
La diversidad multivarietal argentina garantiza que el boom de nuestros vinos no son una moda pasajera, sino una tendencia real. Entre tantas propuestas, a nuestros blancos aún les cuesta despegar.

Cuenta la leyenda que cuando éramos los propietarios del récord de consumo de vino per cápita del mundo, la mayoría elegía blancos. Sin embargo, ya quedó demostrado que poco tiene que ver aquella época con la actual, en cuanto a calidad se refiere, porque esos vinos estaban concebidos desde la cantidad y con el único objetivo de satisfacer una demanda sedienta y cada vez más insaciable.

Es por ello que no podemos hablar de una historia fehaciente en lo que a desarrollo de blancos premium se refiere; porque no hay conexión alguna entre aquellos vinos a base de Torrontés, Semillón o Chenin y los de hoy.

El paso fundamental lo dio Catena Zapata porque consideró que con sus blancos mendocinos podía competir con los franceses y con los estadounidenses del Napa Valley. Así, contrató a Paul Hobbs, importó las primeras barricas nuevas de roble francés y americano, e inició un camino sin retorno, pero lleno de satisfacciones.

Los primeros Catena Alta que sorprendieron al mundo, mucho por origen pero también por calidad y estilo, fueron concebidos a mediados de los 90 con uvas de Agrelo. Con el tiempo, esos frutos comenzaron a provenir del Alto Valle de Uco. Y es precisamente allí, en Gualtallary, donde hoy nace nuestro máximo exponente de Chardonnay. Esta visión y constancia tuvo su recompensa a punto tal de obtener reconocimiento mucho antes que el Malbec de la misma línea.

Sin dudas, esto motivó a muchos a seguir el ejemplo y a animarse a elaborar vinos de nivel internacional a partir de Chardonnay y luego de otros cepajes.

El precio de la transición

Al igual que lo ocurrido con los tintos, la diversidad aterrizó antes que la demanda la entendiera y la exigiera. Las góndolas se vieron saturadas de nuevas propuestas con variedades desconocidas por el consumidor de aquel entonces, lo que provocó una amplia oferta de blancos sin mucho sentido y con el único objetivo de completar líneas u ocupar más espacio para acaparar la atención. Fue como un déjà vu, pero adaptado a la nueva era, porque el foco no estaba puesto en la intención de lograr un vino de calidad, sino en la de incorporar un nuevo cepaje y así estar a tono con la moda de los varietales. Esto, en lugar de seducir el paladar de los consumidores de siempre y el de los nuevos, generó un cierto desencanto que luego derivó hasta en la reconversión de viñedos.

Y si a esto le sumamos que somos un país carnívoro por naturaleza y que el vino tinto es el que impera en nuestras mesas, entenderemos el porqué del no despegue de los blancos argentinos. Pero en medio de tanta depuración lógica, porque en definitiva el consumidor sí sabe lo que le gusta y lo que no, apareció un superhéroe inesperado y el salvador de la categoría: el Torrontés, un blanco fragante que llegó en el momento justo en el que su par tinto (Malbec) lo necesitaba. Y de la mano del buen impacto que empezaron a dejar los nuevos Torrontés, el consumidor recuperó el respeto por la categoría.

Y ésta fue la gran lección que aprendieron los bodegueros, porque se dieron cuenta de que, sin importar el pedigree del cepaje, pero poniendo foco en la calidad y contemplando las posibilidades reales que brinda el terruño, se podían ofrecer vinos blancos de los cuales estar orgullosos y, por ende, tener éxito.

Es por ello que a los Chardonnay de siempre, pocos pero excepcionales, se les sumaron muchos más que mantienen la consistencia cosecha tras cosecha y que ostentan una tipicidad varietal bien definida. A su vez, los otros cepajes, muchos de los cuales habían tenido su minuto de fama, volvieron de la mano de ejemplares con razón de ser: los Sauvignon Blanc con nervio y frescura, los Viognier con estructura y untuosidad, los Tocai y Pinot Gris con sus propios atributos diferenciales. Entre todos ellos hoy conforman una propuesta interesante que anima a entusiasmarse, más allá de que aún siga sin ser -a excepción del Torrontés- una categoría con la cual podamos competir tan bien a nivel internacional como lo hacemos con nuestros tintos.

Lo que viene

Sin dudas, aquí el secreto estará no sólo en el entusiasmo de algún bodeguero por querer demostrar el potencial de un cepaje en un terruño específico, sino también en el negocio potencial. Es decir que si la demanda no reclama blancos, la categoría en sí misma no tiene futuro y sólo se tratará de agradables e interesantes excepciones para disfrutar de vez en cuando. Sin embargo, hay muchos indicadores que permiten ilusionarse.

En primer lugar, por suerte, el mito del dolor de cabeza quedó totalmente desterrado entre los consumidores. Por otro lado, el consumidor de vino es cada vez más gourmet, lo que no quiere decir que sea exquisito, sofisticado o refinado, sino simplemente que se dio cuenta de que no hay tantas reglas a la hora de sentarse a la mesa para disfrutar más.

Y por último, el respeto logrado por la categoría. El hecho de que existan etiquetas de alto precio y elaboradas por grandes nombres, más la divulgación de la cultura del vino, ha logrado que el blanco sea tan bien considerado como el tinto desde la admiración enológica. Más aún, en la actualidad es muy fácil percibir en las copas la buena estructura, la elegancia y la complejidad de muchos blancos argentinos.

Entonces, lo único que resta es seguir trabajando en la misma línea, con bodegas que elaboren blancos a conciencia, que tengan la intención de decir algo y no simplemente la de ocupar un casillero. Y si no se puede porque el terruño no lo permite, entonces a conformarse con ofrecer tintos.

La gran oportunidad está al alcance de la mano porque con cada bebida que el ser humano ingiere, salvo con las infusiones, busca refrescarse. Y es justo en ese aspecto en el que el blanco siempre puede ganarle al tinto.

Pero ojo, a no esperar grandes sorpresas. El Torrontés, por ejemplo, hoy toca el cielo con las manos, con lo cual la industria debe seguir produciendo mucha más cantidad de la misma calidad actual para poder satisfacer la demanda creciente y de esta forma establecerlo como opción fresca, vivaz y única en la mente del consumidor global.

El Chardonnay, por su parte, seguirá siendo la estrella, como sucede en casi todos los países productores. Y aunque ya se ha recorrido un largo camino, aún queda mucho por hacer. Pero, además, el auge también estará dado en la medida en la cual muchos copien los buenos ejemplos. Y si hay que apostar por un tercer varietal, para que algún día llegue a ser considerado como referencia de la Argentina, no será ni el Sauvignon Blanc, ni el Viognier, ni el Tocai, ni el Pinot Gris, ni el -lamentablemente olvidado- Chenin, sino el Semillón. ¿La razón? Porque más allá de ser un clásico de nuestros terruños, es de los pocos que pueden dar vida a buenos vinos de todos los días y a grandes exponentes, incluso con potencial de guarda.

Fuente: Fabricio Portelli - El Conocedor.


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