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EL TIEMPO EN LOS VINOS ¿UN VALOR EN DECADENCIA?

El tiempo en los vinos ¿un valor en decadencia?
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11 minutos

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07/05/2012
En la última década, los cambios casi frenéticos experimentados por el mundo del vino revolucionaron las conductas de productores, comerciantes y consumidores. Una de las principales modificaciones se tradujo en una marcada inclinación por hacer, vender y consumir vinos más jóvenes. Ayer, el proceso del añejamiento era un prolongado espacio temporal que trascendía el ámbito de las bodegas vinificadoras para alcanzar los estantes de los comercios y las estibas domiciliarias e implicaba prestigio de marca, valor en el mercado y aceptación de consumo. Hoy se convirtió casi en un "mal necesario" que abarca un breve período de estabilización más que de mejoramiento. Gustavo Choren se pregunta: ¿vivimos el fin de una era?

A pesar de ser uno de los atributos más familiares del universo físico, el tiempo tiene la reputación de ser profundamente misterioso. San Agustín, por ejemplo, dijo: "¿Qué es el tiempo?

Cuando alguien me lo pregunta, lo sé; cuando tengo que explicárselo a quien me interroga, no puedo". Un dilema parecido, sin dudas, se le debe plantear a todo consumidor vinófilo moderno a la hora de explicar -a sí mismo o a otros- cuál es la verdadera importancia que le cabe al paso del tiempo en la vida de su bebida favorita. ¿Vale la pena preocuparse por una cuestión semejante en un mercado dominado por los vinos que salen a la venta "listos para ser consumidos"? ¿No se desviven los enólogos contemporáneos, acaso, para que los taninos de los tintos lleguen "maduros" al momento del embotellamiento? Aunque pocas veces se ha reflexionado sobre este fenómeno, el tiempo parece estar perdiendo su antigua jerarquía en la vida de los vinos de gran calidad. No nos interesan aquí las evidentes modificaciones físicas y químicas de esta bebida a lo largo de su existencia (tema sobre el cual se escribe mucho), sino la relación vinotiempo como un hecho cultural, como una forma de interpretar el modo de hacer, vender, comunicar y consumir el vino. En ese contexto, diferentes factores de índole técnica y económica parecen dictar que la más noble de las bebidas no sólo puede, sino que debe ser consumida dentro de un período de tiempo más o menos breve, independientemente de su origen, su composición o su capacidad sugerida de estiba.

A diferencia de lo que ocurría antes, el transcurso de los años (especialmente de aquellos posteriores al embotellamiento) ya no es visto como un paso imprescindible para construir calidad, sino como un hecho casi folclórico, una excentricidad que responde a motivaciones absolutamente alejadas de las costumbres convencionales. Hoy, el hecho de guardar vinos durante períodos verdaderamente prolongados tiene una lista de explicaciones tan acotada como la de sus posibles protagonistas: algún aficionado entusiasta con intenciones experimentales o alguna bodega prolija, que conserva contados ejemplares de marcas determinadas pensando, quizás, en una futura degustación vertical. A tal punto llega la cosa que la presencia de botellas añejas en cavas comerciales u hogareñas suele responder más a un descubrimiento fortuito que a una estrategia planificada. Ni siquiera la comercialización minorista encuentra, como ya veremos, buenas razones para guardar botellas en cantidades significativas.

Del "añejamiento" a la "crianza"

Tan grandes han sido los cambios ocurridos en los últimos años, que la misma terminología para definir la etapa posterior a la elaboración sufrió profundas transformaciones, tanto en el uso de las palabras como en su connotación implícita. Tiempo atrás, por caso, hablar de un vino "añejo" era una referencia incontrovertible a la cuasi perfección de matices, al summum de cualidades organolépticas, a la máxima calidad que podía alcanzar una botella. Incluso (aunque hoy parezca increíble), la palabra "viejo" era utilizada por no pocas marcas con el propósito de acentuar su sonoridad positiva. Sin ir demasiado lejos en el pasado, hacia finales de la década de 1980 y principios de la de 1990, la bodega Michel Torino contaba entre sus etiquetas con el Tinto Viejo, un vino de precio medio cuyo nombre no era atribuible a una alegoría circunstancial (como podía interpretarse con Viejo Tomba o Vasco Viejo), sino a una intención inequívoca de relacionar la vejez con las características del producto. En la actualidad, nadie en su sano juicio aplicaría la palabra "viejo" a una marca de vino, y el término "añejo", cada vez menos utilizado, evoca imágenes de vetustez, obsolescencia y agotamiento de la vida útil. En su reemplazo, la industria acuñó los términos "crianza" y "guarda", sin duda más propicios para los frenéticos consumidores modernos, poco afectos a las esperas prolongadas. No hay que dejarse engañar por la moda de las cavas subterráneas construidas en los hogares pudientes, puesto que su sentido se limita a lo estético, arquitectónico, sin ningún significado de orden práctico basado en la necesidad de espacio para que los vinos se modifiquen positivamente. Casi se podría decir que todo recinto actual para la guarda de vinos persigue una simple finalidad protectiva, del mismo modo que se usa una heladera para los alimentos perecederos. Pocos pretenden hoy que los vinos mejoren; más bien parecería que el tiempo pasó de ser un valor positivo a ser un valor neutro, primero, para convertirse paulatinamente en un valor negativo. El contacto frecuente con consumidores puede obrar como prueba irrefutable de lo antedicho: la gente ya no pregunta "¿cuánto tiempo necesita este vino?", sino "¿cuánto tiempo aguanta este vino?", lo que marca a las claras una transformación radical de mentalidad.

Esto último tiene, a su vez, ciertas derivaciones técnicas, puesto que cabe preguntarse también si los vinos de hoy necesitan realmente del tiempo para limar asperezas o mejorar aromas. Décadas atrás, la manera de hacer vinos era diferente a la actual y los taninos de los tintos requerían un tiempo de guarda más largo para su polimerización. En el presente, los manejos del viñedo implican mayor luminosidad sobre los racimos y maduraciones más largas, algo que explicaría, al menos en parte, el carácter ostensiblemente más "tomable" de los vinos durante su etapa de juventud. Según Mariano Di Paola, enólogo de Bodega La Rural, no es lo mismo hablar de capacidad de guarda que de posibilidad de consumo. De acuerdo con su visión: "Es cierto que hoy nos encontramos con taninos más maduros que hace unos diez años, pero esto no significa que los vinos tengan menor potencial de guarda, sino que probablemente se pueden beber antes".

La opinión de Di Paola descansa sobre un irrefutable sentido común y sus afirmaciones son perfectamente verificables desde el punto de vista sensorial. Los tintos de hoy, en efecto, tienen una madurez de taninos que permite su consumo precoz. Sin embargo, ello nos deja todavía con el interrogante de por qué, si los vinos actuales son tan añejables como los de antes, casi nadie se ocupa de guardarlos. ¿Tendrá que ver con algo más que el gusto o la cultura?

El factor económico

Desde hace al menos una década y media, el hecho de tener un valioso capital inmovilizado durante largo tiempo (miles de litros de buen vino, nada menos) implica un alto costo financiero, lo que obligó a la mayoría de los productores a modificar paulatinamente el concepto de crianza de las etiquetas más aristocráticas. Como hemos visto, los mejores vinos argentinos ya no son "añejos", sino "de guarda". Dicho de otro modo, al término de su elaboración y el estacionamiento mínimo necesario para lograr las cualidades esenciales, los productos son empujados sin demora al circuito de comercialización. La mejoría adicional que puedan alcanzar tras algunos años de estiba en botella les corresponde al comerciante y al consumidor, si es que acaso alguno de ellos puede llegar a tener interés en hacer semejante cosa La guarda de grandes etiquetas con finalidades meramente comerciales no resulta extraña en cualquier país del primer mundo, especialmente en Europa, donde la especulación generada a partir de los buenos vinos es un negocio de larga data, conocido y aceptado por todos. Basta con señalar la importancia que se le asigna a la calidad de las distintas añadas, al papel de los "negociantes" de vino o a las subastas de botellas antiguas, que suelen llevarse a cabo en grandes casas de remates como Christie's y Sotheby's. Así, la guarda prolongada de etiquetas prestigiosas responde a una estructura comercial en la cual los años se traducen en dinero. De esa manera, el vino actúa como un capital capaz de generar un interés perfectamente mensurable de acuerdo con la oferta, la demanda y otras alternativas del mercado, igual que si se tratara de dinero en efectivo o acciones.

Bien diferente parece ser la visión local sobre el mismo tema, que tiende a considerar las grandes colecciones de añosos vinos argentinos como un montón de cementerios enológicos sin valor alguno. Así y todo, existió hace poco una fugaz moda vernácula que llegó a pregonar lo contrario. Tan explosiva como efímera, la tendencia supo acaparar el interés de algunos protagonistas de la actividad del vino, incluyendo bodegas, periodistas, comerciantes y consumidores calificados. El puntapié inicial lo dio un par de vinotecas porteñas que, al filo del siglo, comenzaron a ofrecer en las góndolas algunos ejemplares de vinos argentinos muy añejos, probablemente excedentes propios que estaban olvidados en algún rincón de sus respectivos depósitos. Más tarde se sumó otra, ubicada en la galería interna de un hotel cinco estrellas, que no sólo ofrecía ese tipo de botellas como un producto cualquiera, sino que se animaba a la especialización dedicando a los vinos añejos los mejores lugares de su vidriera y sus estanterías. Pero, además, en este último caso (a diferencia de los anteriores) no se trataba de "saldos" presentados como ofertas. Bien al contrario, el stock estaba compuesto por marcas de primera línea y vinos de precio alto. Es decir que, por primera vez en la Argentina, el carácter antiguo de la mercadería era considerado un factor de valorización y no de depreciación como ocurría hasta entonces. Poco a poco, la tendencia fue ganando el ánimo de otros comerciantes y haciendo que la adquisición de ciertos vinos premium añejos comenzara a cotizarse en valores realmente desacostumbrados.

Más tarde llegarían los remates de vino, que luego de un comienzo auspicioso y bastante prensa (con la venta de todos los lotes subastados, por ejemplo) comenzarían a transitar un pronunciado declive hasta prácticamente desaparecer. Tampoco los comercios estables del ramo parecen abrigar muchas esperanzas en la venta de viejas cosechas a precios altos. Según algunos referentes consultados, tales reliquias son exhibidas con un propósito puramente decorativo, como una manera de generar prestigio, si bien su rotación bien puede considerarse nula. Los años que atesora una ilustre botella, de alguna no menos ilustre marca, ya no generan el interés del público ni justifican el aumento geométrico de los precios. Algunos fenómenos paralelos, como el miedo a los accidentes de conservación, a los fraudes o a la compra de botellas robadas (especialmente por los canales no tradicionales, con Internet a la cabeza), profundizan esa debacle que, por ahora, no parece dispuesta a detenerse.

¿Cambiarán las cosas en el futuro? La historia nos dice que, en materia de vinos, nunca debemos decir "para siempre". Alguna vez los vinos se bebieron jóvenes porque las condiciones rudimentarias de conservación no permitían guardas prolongadas. Más tarde llegaron las técnicas avanzadas de embotellamiento y cierre de los envases, que determinaron la práctica de la estiba como una costumbre apreciada, respetada y valorada en términos culturales y económicos. Hoy, vivimos una época de consumos veloces y el vino no es la excepción. Sin embargo, nuevos avances de la industria (como las "botellascápsulas" íntegramente vidriadas, sin tapón, que ya se están experimentando en el primer mundo) podrían volver a cambiar las cosas, otra vez, a favor del tiempo.


Fuente: Gustavo Choren - El Conocedor.


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