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VINOS MUY ARGENTINOS

Vinos muy argentinos
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5 minutos

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24/08/2012
No sólo tenemos las alturas vertiginosas de Salta, los valles cuyanos y las inmensidades patagónicas como factores de tipificación. También tenemos un estilo que se está haciendo propio y definitivamente característico del "vino argentino" como marca global.

Hace poco tuve que dar una charla sobre los terruños argentinos. Por supuesto, no es la primera vez que me refiero a este tema en una exposición oral, pero sí resultó ser el primer caso en el que desarrollé mis ideas respecto a lo que puede suceder luego del auge del Malbec. Tampoco ello constituye una novedad para quienes siguen esta revista, puesto que me he extendido sobre el particular en más de una ocasión, especialmente en los últimos tiempos, cuando las incertidumbres lógicas sobre el futuro de nuestra vitivinicultura comenzaron a ganar espacio entre los allegados al sector. Porque, seamos francos, se trata de una realidad que ya no se puede negar: la Argentina se ha ganado un lugar en el mundo, pero ahora tiene que mantenerlo, y para eso hace falta algo más que la moda de un varietal determinado.

Mis ideas sobre los terruños nacionales y su potencial son relativamente conocidas y se resumen en el simple hecho de que es allí, en la riqueza y diversidad natural, donde está el "as en la manga" de este país. Pero hoy quiero ir un poco más allá. No sólo tenemos las alturas vertiginosas de Salta, los valles cuyanos y las inmensidades patagónicas como factores de tipificación.

También tenemos un estilo que, creo, se está haciendo propio y definitivamente característico del "vino argentino" como marca global. Y ese proceso se aleja (afortunadamente) del simple estigma de "Nuevo Mundo" que, como también he dicho anteriormente, resulta un poco pegajoso y molesto a esta altura del partido. Somos algo más que eso, más que un país que tiene grandes territorios, más que un país diverso, más que el extremo sur, más que el tango, los gauchos y el Malbec. Somos -por sobre todo- un estilo de vino.

Desde hace tiempo tengo la impresión de que, al hablar de "vino argentino" en cualquier parte del mundo, las personas asocian esa idea con un vino tinto (todavía no tenemos imagen de blancos, Torrontés incluido) dotado de ciertas características. Ellas son un color intenso, un aroma profundo y un sabor carnoso, pleno, convincente, vinoso. Cuidado, porque no me refiero a las "mermeladas" que siguen pregonando los consultores enológicos y periodistas más arcaicos del planeta. Eso pasó de moda, es casi una ridiculez vínica. Me refiero a vinos con la personalidad propia de lugares secos y soleados, pero que también pueden ser equilibrados, elegantes y expresivos de su tierra.

Ahora bien, en este punto muchos se preguntarán: ¿y con qué variedad o corte de variedades se hace ese vino? Precisamente, ese es el punto fundamental del razonamiento: las cepas no interesan en absoluto. Nuestra verdadera singularidad como nación productora de vinos es producto de una feliz y atemporal constelación de componentes, tanto físicos como abstractos.

Es algo único, totalizador, imposible de asimilar con rapidez, tal como ocurre con las regiones históricas de mayor prestigio. ¿O acaso alguien puede decir que solamente una persona, o una variedad, es responsable del estilo clásico de Bordeaux, de Rioja o de la Toscana?

Es verdad que el carácter de ciertas uvas constituye el cimiento sobre el que se sostiene la personalidad de muchos vinos famosos internacionalmente, pero una mirada seria y detallada puede darse cuenta de que esa fama tiene un origen múltiple basado en climas, suelos, historias, tradiciones, culturas, métodos de elaboración y formas diversas de interpretar cada una de tales variables, según los distintos grupos humanos. Es por eso que el delicado y fragante perfil de un auténtico Borgoña tinto resulta tan difícil de imitar, a pesar de que el Pinot Noir resulta hoy asequible en innumerables viñedos de los cinco continentes. Se puede trasladar una uva, pero no se puede movilizar todo lo demás. Esa conjunción única de elementos, en una mirada amplia y definitiva, es la clave de cualquier terruño que se precie de tal, chico o grande, viejo o nuevo, famoso o desconocido.

No sigamos hablando a futuro de Malbec, ni de Bonarda, porque las variedades de uva constituyen uno de los muchos factores que inciden en el carácter de un vino, pero no son en sí mismas la clave única de su silueta. Tal vez no esté lejos el día en que productores y consumidores comprendan que los vinos de calidad serán siempre eso, vinos de calidad, más allá de estar elaborados con una, dos o cinco variedades. Y luego, seguramente, comenzarán a valorar la impronta, el sello, la firma implícita en el estilo argentino. Un estilo basado en la personalidad de sus terruños y de su gente.


Fuente: Gustavo Choren - El Conocedor.


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