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¿CUÁLES SON LAS CINCO COSAS QUE HAY QUE SABER PARA HABLAR DE VINOS?

¿Cuáles son las cinco cosas que hay que saber para hablar de vinos?
Tiempo de lectura:
5 minutos

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17/03/2016
Cuando nos decidimos a beber una buena copa de vino hay que tener en cuenta que todo lo que digamos puede ser usado en nuestro contra. O no. Esa es la cuestión.

Soy de los que creen que para saber de vino hay un solo método: probar buenas y malas botellas. Pero además, también creo que es importante tener conocimientos. Muchos y sobre casi cualquier tema. Para así, al poner en foco una copa, hay que decir algo personal sobre la experiencia. Ese es mi enfoque a la hora de escribir y beber vinos. Y si estoy aquí haciéndolo es porque conozco algo del tema, porque me apasiona el vino y porque me encanta la idea de que a los demás también les guste. Seré, espero, no más que una guía. El resto queda a cuenta de lo que se beba.

Sin embargo, todo tiene un punto de partida. Y en el vino, la largada son algunos conceptos que al sonar grandilocuentes todos tendemos a usarlos como bocados comodines: quedan bien en la boca, tiene un sabor claro de experto que, sin embargo, mal empleados causan el efecto inverso. Así es que, para evitar tragos amargos, lo mejor es despejar lo básico. Veamos.

Tinto, color y lágrimas. Lo más evidente es sobre lo que todo el mundo tiene una opinión. Y el color del vino ocupa ese lugar. El color y las lágrimas, esas largas y delicadas gotas que recorren la copa como estrías luego de cada sobro. Todos tiene algo para decir sobre el tema que, en rigor, no guarda casi relación con la calidad del vino. Hay tintos livianos, como el Pinot Noir, cuyo color resulta decepcionante pero el sabor es celestial. Mientras que vinos cuyo color petróleo auguran una experiencia geológica, como ciertos tintos de altura, cuyo paladar es algo apenas más atractivo que la brea. En cuanto a las lágrimas, son hermosas y poéticas para ponderar, pero todo lo que dicen es mejor afirmarlo una vez que el vino está en la boca. Tenía razón Groucho Marx cuando dijo que “a veces es mejor permanecer callado y parecer un idiota que abrir la boca y despejar toda duda”. Las lágrimas serían el caso.

Fruta y mandar fruta. Si el aroma del vino no conllevara la liturgia de rotarlo y de acercar la nariz sin temor, la cosa sería muy distinta. Pero en ese gesto necesario se diferencia el que sabe del que no sabe y quiere aparentar. Es en la seguridad donde se nota. Y en eso, no hay nada mejor que ser uno mismo. Total, los aromas aparecerán igual –es cierto, con menor intensidad si no hubo rotación- y seguro serán frutales si se trata de vinos americanos (con los europeos es más complejo, algún día escribiremos por qué). Sin embargo, a las frutas suele acompañarlas otros aromas, trazos herbales o especiados. Y si uno al oler la copa rumbea por ese camino, no puede fallar. Eso debiera dar seguridad. Aunque, recordando a Marx (Groucho), al principio es mejor ser genérico antes que muy preciso a la hora de las afirmaciones. Para afinar la puntería hay tiempo. De lo contrario, se mandará fruta, como decimos en Argentina a hablar pavadas.

Cuerpo y textura. Pero así como la liturgia de la nariz despierta fascinación, la de la boca resulta un poco torpe, aún cuando el secreto del vino se adivina ahí. Es mejor concentrarse un poco en este aspecto. Porque hay vinos que son delgados, como muchos Sauvignon blanc, y otros que son gordos, como los Malbec. Así, tienen mucho o poco cuerpo. Además, algunos se mueven rápido, con agilidad por la boca, como un Pinot Gris, mientras que una mayoría tiende a moverse con cierta parsimonia, tintos en particular. La textura también merece atención: hay blancos tersos como un papel y untuoso como el aceite; y tintos suaves como la seda o rugosos como el cartón. Con observar estos elementos, estamos casi hechos para el comienzo. Salvo que…

Una palabra sobre el balance. Los vinos son la suma de muchos compuestos naturales –como alcohol, glicerina, ciertos ácidos y en los tintos, taninos, entre muchos más- que generan sensaciones de diferente cuño. El alcohol es un buen ejemplo: es dulce y amargo al mismo tiempo; mientras que la glicerina es dulce y untuosa y los ácidos tienden a aportar frescura. Entonces, para poder decir algo sobre el vino, lo mejor es concentrarse en el conjunto: ¿hay alguna sensación que domine? ¿Es ácido? ¿Amargo? De eso hablamos cuando hablamos de balance o equilibrio en el vino. Para tener una idea, los tintos americanos tienden a ser más bien dulzones, porque provienen de zonas soleadas en su mayoría, mientras que los franceses, en particular Burdeos y Borgoña, de frescura creciente, porque el sol no abunda en sus regiones.

Lo que me gusta. Más allá del empleo de las palabras básicas, lo que salva todo lugar de exposición en el vino –en la vida- es que en el fondo, lo único que cuenta es lo que nos gustó y lo que no. Es decir, entender cómo funciona, qué determina el gusto es importante. Pero más importante aún es saber decir me gusta o no gusta. Ahí hay un valor anterior. Uno que, en confianza, nos llevará a las botellas que nos dan ganas de beber y que siempre son las mejores.

Fuente: Joaquín Hidalgo - Vinomanos.

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