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¿CÓMO CONVERTIRSE EN UN BEBEDOR DE VINOS?

¿Cómo convertirse en un bebedor de vinos?
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6 minutos

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12/03/2014
El vino está al alcance de la mano. Nada más hace falta encontrar los que nos gustan para emprender el camino. Pero ¿por dónde empezar?

La mayoría llega al vino por herencia o inducción. Es decir, porque su padre o madre lo bebían y fue desde siempre el compañero de las comidas, o porque una amigo estaba en esa condición y nos indujo a probarlo, seguramente en un asado de adolescencia tardía. En esos casos, es fácil convertirse en amante del vino: alguien oficia de guía y tutor sobre los primeros pasos. ¿Pero qué pasa cuando nadie está ahí para servir de andador y el vino se presenta como una bebida atractiva, sofisticada y a la vez difícil? ¿Por dónde empezar un camino de conocimiento? En esta nota, el ABC de este camino.

Empezar: ¿por dónde? Si en vez de vinos habláramos de prendas de ropa, cualquiera sabría decir qué es bueno y qué es malo. El problema con el vino es que impone una distancia que amilana a los futuros consumidores. La forma más sencilla de sortear ese hiato es emprenderla con 150 pesos de cara a la góndola y comparar 4 botellas, preferentemente de un mismo varietal, pongamos Malbec. Así, hay que comprar dos entre 20 y 30 pesos; y dos de 40 a 50 pesos. No importa cuáles. El truco es que hay que abrirlas todas juntas. Y notar cuál es la que más nos gusta. Tomar nota de las marcas, los precios y las sensaciones -es agrio, aromático, carnoso, áspero- es dar el primer paso para los comparaciones futuras. Luego, conviene repetir la comparación con otras marcas y precios. Una buena idea puede ser partir con un puñado de amigos, donde cada uno aporta una botella. Aquí lo importante es comprender la lógica del precio y de las diferencias entre los vinos, más que saber detalles de cada marca y tipo de vino.

El curso que todo lo ordena. Después de practicar en el hogar un par de veces, aparecen las primeras preguntas importantes: ¿por qué me gusta más este vino que aquél? ¿Qué tiene este Cabernet que me encanta y que no está en ningún otro vino? En ese punto es importante buscar un curso de vinos. Algo sencillo, no más de cuatro clases, en los que además de aprender sobre el vino en general, también se analice el método de cata. Ojo que no hablamos de convertirse en sommelier, sino de conseguir las herramientas rudimentarias para poder darle aire a nuestro juicio. Por ejemplo: qué es la astringencia -la sensación secante y áspera de ciertos tintos-; qué, la acidez volátil -esa nota punzante en la nariz que empuja al resto de los aromas, en un todo no tan agradable-; juzgar el color de un vino -si es un tinto concentrado, o color ladrillo, o un blanco acerado-. Con estas primeras herramientas, ya estamos en condiciones de volver a la góndola para seguir ejercitándonos. Buenos ejemplos de cursos y catas son este (para uno bien completo) o estas catas temáticas (a cargo de quien esto escribe).

Probar otra vez. Ahora que ya estamos en condiciones de saber qué nos gusta y por qué, llega el momento clave de empezar a buscar los vinos con los que uno se identifica. Es verdad, toda botella distinta servirá para que uno siente una posición respecto del mercado. Pero ahora de lo que se trata es de conseguir aquellas diferencias que armen nuestro paladar. Y para eso es clave salirse de las marcas y las variedades conocidas. Este es el momento de ensayar con blancos como Verdelho, con tintos como Tempranillo, o comparando Malbec de altura con otros de zonas bajas o de climas más extremos (algo que seguro aprendimos en el curso). En esta etapa el precio comienza a ser tema de disputa. Una, entre las tres pruebas de fuego:

Prueba uno, el precio y el paladar: cuando se conoce algo el precio es materia natural de discusión. Y en el vino especialmente. El truco es beber lo mejor posible sin pagar caro, que para eso uno empieza a entender en la materia. Entonces comparar precios es el plato fuerte a esta altura. Y para afilarse, es bueno no correrse más allá de los 100 pesos al comienzo, ya que ahí incide realmente el valor del vino por sobre el posicionamiento de la marca, de forma que cada peso invertido tendrá correlato de calidad (o no) y ese es el punto a comprender.

Prueba dos, lo que me gusta. A esta altura del partido, el bebedor está formado y puede -lo aconsejo incluso- que desafíe los valores estándares del vino. Ahora puede beberlo con soda (porque le gusta) o no elegir botellas costosas para estar seguro (porque se conoce). En este punto emerge también una nueva conciencia: el vino que me gusta es el que quiero tomar. Y entonces es más importante hacer foco en las cosas que emparentan a ciertos estilos antes que en las diferencias. Por ejemplo, los reservas de altura; los tintos de Cafayate; el Syrah de zona fría versus al de zonas cálidas. También -y esto es clave- con el paso de las botellas, se le perdió algo de respeto al vino y se acortó esa distancia inicial, de forma que las opciones de consumo son más personales y decididas desde el gusto antes que dictadas por las modas.

Tercer prueba, el camino del conocimiento. Así, un buen día, el aprendiz de bebedor de vinos se da cuenta que no es más un aprendiz, pero también se da cuenta de que puede lidiar con su ignorancia creciente -el mundo del vino es inabarcable y sobre todo cambiante- precisamente porque puede relajarse respecto a la necesidad de conocer. Ahora solo resta el buen gusto y la certeza, algo inquietante, de que no alcanza la vida para beber todos los vinos del mundo, y mucho menos, para desperdiciarla bebiendo malos vinos.


Fuente: Joaquín Hidalgo - Planeta Joy.

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